No les había contado hasta ahora que desde hace un tiempo, vengo asistiendo a un libroforum.
Este club lo forman un grupo de mujeres maravillosas.
A través de una de ellas, con la que me unen otro tipo de relaciones, y con la que en muchas ocasiones habíamos robado unos minutos a nuestras apretadas agendas llenas de idas y venidas cotidianas, para charlar animadamente sobre arte, exposiciones, obras de teatro, conciertos en el auditorio, de libros, muchos libros, fuí invitada a participar en sus tertulias.
Mi respuesta fué inmediata: Un sí rotundo. La sola posibilidad, de poder escuchar aquello que tan acertadamente opinaban me valía. Sentía que se abría para mi, un mundo bastísimo de conocimientos, de experiencias que no podía dejar de escapar. Intuía cúanto podía aprender de ellas.
Ciertamente, en un principio me sentí intimidada ante tanta cultura, pero pronto, gracias a su paciencia, a sus enseñanzas, al ambiente cálido y tolerante, fuí soltándome y sientiéndome cada vez más cómoda hasta participar junto a ellas en sus debates.
Pero no sólo aprendo literatura. Aprendo vida. Aprendo a ser mujer. Aprendo a ser persona. A ser de verdad. Y eso no es tan corriente hoy en día. Lo he descubierto hace dos días.
Intento hablar poco cuando estoy a su lado, porque hay tanto que escuchar, que temo dejar escapar algún detalle.
También reímos. Reimos mucho. Y hoy ha sido un día de muchas risas.
Cierto es, que a la afectada, gracia, lo que se dice gracia, no le ha hecho, pero al resto una vez comprobado que ella estuviera bien, y pasado el trance, nos hemos desternillado.
Hemos quedado a las once menos cuarto. Yo llevaba el coche. Puntual, llegaba a mi cita esquinera.
Tras la llegada de una de ellas, aparecieron las otras dos hablando unos metros atrás.Ya dentro del coche empezó la historia:
"X había llegado empezado temprano y esperaba en un banco en medio del bulevar. Lleva un tiempo en nuestra ciudad, las circunstancias la han traido aquí y aprecia las conversaciones con vecinos y conocidos, la hacen sentir acompañada, integrada, ocupada.
Pasó caminando un señor de setenta y tantos.
La conoce.
Buenos dias. Cómo está. Bien, y ustéd. Pues, ya ve, como siempre. Y su mujer. Ahí anda, haciendo la compra. Muy bien. Y ustéd, qué hace aquí sola. Esperando a unas amigas. Ah si. Y no le espera ningún hombre. Ay, no, no. Por Dios, qué dice usted. Pues, aquí tiene ustéd a uno. Y la voy a dar un beso.
¡Así como lo oyen! Y acto seguido le plantó un casto beso en su tersa mejilla, mientras ella, azorada, se quedaba sin habla.
Contado de esta manera, parecería una historia de hace dos siglos. Pero no. Ya me estraña a mi, que en el siglo XIX la historia continuara como lo hizo esta mañana soleada de un viernes de finales de octubre.
Se le acercó al oido. Rápido. Se notaba que llevaba años de práctica el abuelo. Y lo que pudo haberse quedado en una romática trastada otoñal, se convirtió en una cochinada descomunal.
En un asqueroso susurro le instó a descubrir el cambio efectuado en sálvese la parte (por decirlo finamente, porque la barbaridad que salió por su boca, soy incapaz de reproducirla)."
¡Pobre mujer, salió despavorida!
En un minuto estuvo junto a nosotras. Tronchadas de risa, claro. ¡Porque había que ver al hombre! ¡A esa edad! ¡Feo como un diablo! ¡Requetechuchurrío! ¡Y con esos bríos! ¡Ay que asquete! ¡Vaya latin lover de tres al cuarto!
Risas. Risas. Más risas
Como a menudo digo, cada día es una sorpresa. Unas veces buena y otras no tanto. Depende del lado del que estés. Pero de todas ellas se aprende algo.
Por eso la vida merece la pena.
Mereció la pena.
Merecerá la pena.
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