Querida Amelia:
Te vi regresar.
No se porqué digo regresar. Quizás ibas, partías, salías.
Pero sé que no.
Volvías.
Tus pasos, uno tras otro, pisaban con indecisión los adoquines de la calle. Caminaban tus piernas por la acera solitaria de una bocacalle de sutantivo impropio, nombre común. Sin determinantes. Sólo tú.
Tus andares solos.
La lluvia fina hacía brillantes los colores de un escenario insulso. Esa humedad incómoda, que para otros da la vida, únicamente te moja, cala tu soledad, empapa tu tristeza.
Esas ondas doradas de otros días alegres y con esperanza, llenos de un futuro cierto y seguro, se pudrieron, se agrietaron, se tornaron opacas, apagadas, y tu sonrisa franca, ligera, casi altiva por la sensación de eternidad, (¡qué engaño,!¿verdad?), se borró. Y tu mirada curiosa, infatigable, chispeante, huyó hacia otros lugares, más oscuros, más densos.
Girabas a derecha por la avenida.
Podrías ser cualquiera. Cualquiera de los seres que vagan. Sí que vagan. Porque no se podría decir vivir. Siguen tus pies, haciendo lo que saben, enfundados en botas de invierno porque la temprana primavera que ha comenzado sigue disfrazada de húmedo y frio invierno. Te llevan a casa, o a donde todo empieza y termina, donde sigues presa de tu pasado, de ese pretérito feliz que desearías se hiciera presente, o tal vez ya no pudieras hacer ideal lo que has constatado que no lo es, lo que te ha decepcionado por querer ser distinto a tus deseos, a tus espectativas, a ti.
Querida Amelia yo sé que no, sé que no eres cualquiera. Nadie lo es. Todos somos especiales.
Eres capaz de seguir con tu rutina cada día sin que se trasluzca un ápice de tu inmensa tristeza. Lo llevas con una gran dignidad.
Yo si te veo como lo que eres, una gran mujer.
Y vuelves. Si.
Parecerías abatida, y supongo que así es como te sientes.
Pero quiero decirte una cosa: dejas una estela fresca, de empuje, de no rendirte, de esa fuerza que no ha muerto dentro de ti.
Yo no sabía al pasar en el coche, que te iba a ver de refilón, ni siquiera se podría decir que te ví. Te sentí. Sentí tu rabia contenida, sentí esa energía que tu misma crees perdida, percibí la intensidad de tu coraje, tu determinación y joven osadía. Todo eso caminaba trás de ti, pegados a la suela de tus zapatos, esos que te dirigían autónomos donde siempre te escondes.
Amelia querida, intuyo que no te apetece saber que posees aún esa diminuta e intensa llamita incandescente. Eso que arde aunque no quieras. Eso que te recuerda lo que tu eres de verdad, no lo que te empeñas en ser a través de otros, lo que te obsesionas con vivir en el espejo inventado de lo que esperas de los demás.
Dirás amiga, que quién soy yo para pasar tan blandamente sobre el pedernal que te aplasta. Pero no quiero que te olvides de todo lo bueno que posees. Entiendo que en este momento sólo quieres lamerte tus heridas, no pretendes más que bañarte en el líquido manso de las lágrimas. Sé que esa luz que permanece muy dentro de tí, es verdadera, no es inventada, y me cuesta creer que sólo yo la vea.
Tú la desdeñas, pero no la ignoras.
Llego a pensar que no quieres mostrarla, tal vez porque lo que rodea no te parezca meritorio, o por los que tu crees intentos vanos y estériles de cambiar el mundo, de apostar por algo mejor. Por no poder soportar otra frustración vital más. Has conocido mucho, has visto partes oscuras de este mundo, eso me dejaste entrever, y yo intuyo que proteges esa parte tuya, noble y pura.
Me siento dichosa.
Soy afortunada por poder ver eso mágico. Me da igual que lo escondas, o que otros lo nieguen.
Gracias por ser como eres.
Tu amiga, Julieta.
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