Adelfas. Siempre adelfas. Rosas y blancas.
Una ligera brisa me trae su olor y me rodea. Evoca otros días, otras horas, otras posiciones del sol en el horizonte.
También almendros. Cada año soy consciente de cuando comienza su floración. En la segunda semana de Febrero, o a más tardar en la tercera, comienzan a asomar timidamente esos puntos blancos y rosas que anuncian el comienzo. El comienzo de la vida, el comienzo de mi año, el comienzo de todo.
Y las mimosas. Y el acebo tan bello y altanero con sus colores brillantes. La lavanda, el aloe, el romero, el orégano, los rosales. Los pinos, los abetos, los olivos, los álamos, los cerezos, y los prunos sujetos para no caerse con el azote del viento. Y en otoño, entre raices y hierbas encontramos setas. Es lo que tengo frente a mis ojos.
Es mi paraiso particular.
Mi paraiso corriente.
Me gusta cerrar los ojos llenos de la luz del sol de la tarde y escuchar. Escuchar el aire entre las ramas de los árboles, y a los pájaros.
En un banco de piedra. Sentada. Con las piernas cruzadas. Leyendo. Escribiendo. A mi hora. A la hora que me hace feliz. Desde siempre. En invierno, tras la comida, cuando el sol va decayendo pero aún calienta tras los cristales. En primavera, a media tarde, al aire libre, cuando la templada brisa se mece en una calma profunda y bella. En verano, por la mañana, cuando el calor todavía no aprieta, a la sombra.
Que belleza. Que placer. Que privilegio. Que cotidianeidad.
No hace falta irse lejos para encontrar la felicidad. La tenemos más al alcance de lo que creemos. Son momentos fugaces. Pequeños golpecitos en la barbilla. El roce de la piel.
Cálidas tardes de primavera adelantada. En soledad. No. En mi propia compañía. Con las cosas que me gustan. Me gusta mi compañía.
Hay que lograr ser felices con uno mismo para poder ser felices con los demás.
El edén lo encontramos a la vuelta de la esquina. La felicidad la llevamos dentro.
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